Van llegando los invitados. Trae cada uno algo para mejorar el banquete. Rafael con su impecable guayabera de hilo criolla, que destaca sobre su piel tersa y lampiña, su español casi indescifrable y sus grandes ojos que nunca se olvidan. Bondadoso y gentil, es un fiel y celoso amigo de la familia y es el cocinero del restaurante Nanking, a un costado transversal del Paseo del Prado. Rafael trae consigo una fuente de maripositas rellenas de pasta de camarones con puerco.
En la mesa ya va apareciendo una extraña mezcla de manjares criollos y chinos en una amalgama de colores y olores irresistible. En el centro está el puerco asado a lo chino, con su pellejo crujiente y cortado todo en dados perfectos sin deformar al animal, que parece que se está riendo con una manzana asada en la boca. A su lado no puede faltar el pato asado cantonés, que despide un aroma anisado y tal parece que le han dado barniz sobre la piel tostada, por el brillo y lo jugosa que luce. En una esquina de la gran mesa una fuente de vegetales chinos hacen un arcoiris humeante: nabos, acelga, pak-choy y cailán se unen a zanahorias, rábanos, setas de varios tipos cortadas en tiras finas y el inconfundible agar-agar (olorosas y delicadas algas negras). Todo está cubierto con de cebollinos y jengibre. Otra fuente contiene alas de pollo cristalizadas con miel y salsa de ostiones, que no rivalizan con los enormes camarones rebozados que comparten su espacio con las croquetas hechas de carne de falda de res, con bechamel. Crispantes en su fina capa exterior, pero pura crema en su contenido, con el más puro sabor español. Destaca el caldero con el mejor frijol negro del mundo, cuajado, dormido y humeante, a lo chino-cubano, que espera ansioso a su mejor compañero, ese arroz blanco, desgranado y sabroso, bañado en su manteca de puerco, que lo hace perlado. Los tostones y el plátano maduro frito bien amelcochados esperan por el baño de último momento de una salsa hecha con la sustancia que queda en la paila donde se hizo el puerco y otros aderezos que culminan su sabrosura con una buena cantidad de cilantro chino finamente cortado. Todo esto para mojar el pan que no falta o los tostones. En una esquina está esperando la ensalada criolla por si alguno le entra la nostalgia a ultima hora, las maripositas ya han sido fritas y son la señal para que todos se sienten a la mesa. Alguien menciona la yuca con mojo, pero nadie le hace caso pues ya la mesa esta a tope. No hay ni arroz frito ni Chop-Suey porque no son platos chinos tradicionales. “Son comida para blancos,” dice Rafael y todos asienten con la cabeza. A su alrededor estamos los cubanos, yo y mis primos, los tíos de China y España, mi madrina que es la perfecta mezcla de todos. Se habla español, cantonés y hasta se hacen chistes sobre los gallegos, mientras mi abuela se pone seria y dice algo bajito en su perfecto catalán. Para brindar hay buen vino español y vino de arroz chino (que en realidad es aguardiente) de color amarillo, fuerte, y que yo vigilo con mucho interés porque me encanta coleccionar esas vasijas redondas, barrigonas, chatas, de una porcelana negra por fuera y blanca por dentro. Todos felices alzan vasos y copas, se escucha una mezcal de Feliz Navidad con – Kun-Ji-Fa- Choey, y todo se resume a un festín, donde contemplo sin saberlo, la ultima vez que estaremos juntos alrededor de una mesa, que resume una buena parte de la sociedad habanera en aquella nochebuena del 58. Afuera resuenan petardos o voladores, nadie se asoma a averiguar, todos esperan, mientras la familia deleita su ultima Nochebuena China en una escena que nunca se repetirá.
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