Siempre tendremos a Taiwán
Enrisco , Nueva Jersey
El dinero no hará la felicidad, pero ayuda a combatir la depresión. Fíjense si no en el caso de los peloteros cubanos. La semana pasada pierden el juego decisivo frente a los norteamericanos en el Campeonato Mundial y, a continuación, sin preguntar dónde se comía ni se dormía (ya lo sabían: en el hotel), se ponen a vender sus camisetas y gorras hasta reunir 11.000 dólares taiwaneses.
Aparte de lo interesante que pueda resultar, como experimento psicológico sobre el efecto de la moneda libremente convertible en calidad de antidepresivo, uno siente el impulso de indignarse con esos deportistas que andan lucrando con la propiedad social. Sobre todo, si uno piensa que no eran dichos peloteros los únicos que estaban deprimidos.
¿Debemos olvidar acaso a los millones de aficionados cubanos que vieron a su equipo perder, por primera vez en muchísimos años en un campeonato mundial? Porque hasta ese momento, poco importaban las dificultades cotidianas si uno podía decir: "¿Qué importa la cantidad de carne que consuma al mes, si me toca una fracción de medalla olímpica mayor que a un ciudadano de cualquier otro país?".
No es difícil imaginar que, luego de una derrota tan dolorosa, a los aficionados del patio también les hubiera gustado alegrarse la vida con esos fulitas narras-Taipei, aunque la verdad es que si repartimos 11.000 fulas orientales entre 11 millones de cubanos (toca a décimo de centavo por cabeza), no creo que vayamos a alegrarle la vida a nadie. De hecho, han bastado dos orientales fulas para amargarle la vida a casi todos los compatriotas.
Carne inútil enriquecida
Sospecho, sin embargo, que puede esgrimirse una defensa más convincente para justificar el intercambio comercial nocturno y alevoso de los peloteros nacionales. Ellos también son propiedad social, y "propiedad social que venda propiedad social tiene cien años de perdón legal". Pero, por una vez, seamos rigurosos con los conceptos. Si el socialismo consiste en la propiedad social sobre los medios de producción, todos los cubanos —en tanto medios de producción— somos propiedad del Estado. Y si no, que lo digan los médicos, a los que nada más les falta la chapilla de inventario para ser un medio básico.
La verdad es que a veces hasta las sillas del consultorio tienen más libertad que ellos. Y no es que vaya a cuestionar los derechos de propiedad que tiene el Estado sobre ellos, ni mucho menos. Hay que entender al Estado cubano. Toma a un ser humano cualquiera, de esos que en cualquier parte del Tercer Mundo seguramente terminarían viviendo debajo de un puente, y, luego de años de esfuerzos e inversiones, consigue que ese montón de carne inútil se convierta en neurocirujano o en líder de carreras limpias en un campeonato mundial.
Por eso, cuando uno de los que forman parte de ese material humano enriquecido se escapa, guiado por la ambición desmedida, es perfectamente lógico que el Estado se sienta estafado.
Pero tampoco hay que ir tan rápido. Uno no se quita de arriba la condición de medio básico así como así. Ni siquiera yéndose. Al principio, la chapilla de inventario (que dice más o menos: "Producto del socialismo cubano. Número de serie: 09111967. En caso de pérdida devuélvase a su legítimo propietario") se nos nota en todo: en la actitud de cimarrón que teme que lo devuelvan a su hacienda; en la mirada reverente, mística casi, a los estantes de los supermercados y en la obsesión en rellenar el refrigerador como si estuviéramos esperando un ciclón o una guerra.
También se nota en el cambio, a un tono más bajo, cada vez que mencionamos al Innombrable; en el impulso inconsciente, cuando vamos de compras, de llevarnos la mano al bolsillo a ver si llevamos encima la libreta de racionamiento (o el carné de identidad, si vemos a un policía); o en la dificultad para deshacernos de la última bolsita de compras o de las sobras de la comida. O, en el caso de los deportistas, en el reflejo condicionado de dedicarle la última victoria "a nuestro Comandante en Jefe", como marca la tradición.
Todo esto, sumado a la extrañeza que causa una tarjeta de crédito o las pesadillas en las que uno sueña que está de regreso en Cuba y no puede salir, forma parte inevitable de los inicios de cualquier emigrado cubano. Pero dicha condición de medio básico tiene formas más sutiles de perdurar.
La Coca Cola y el colesterol
Esa chapilla de inventario no se cae así como así. Y aquellos que persisten en su condición de medios básicos espirituales no se preocupan por ocultarla, sino más bien hacen esfuerzos para que se les note. En cuanto tienen una oportunidad, aclaran que no se fueron de Cuba porque querían romper con las relaciones de propiedad, ni mucho menos con el propietario de los medios de producción. Sólo buscaban un medio más favorable para reponer sus mermadas fuerzas productivas.
Estos medios básicos espirituales pasan de decir —con la mayor elegancia— que no quieren hablar de política a exigir el cese del bloqueo (supongo que porque el embargo no es político sino económico), o a hablar de los logros de la Revolución. Y es que les basta mirarse en el espejo para ver el mayor logro de la Revolución, o sea, ellos mismos. No es que se vean especialmente hermosos. Es que cuando, frente al espejo, empiezan a detectar arrugas, ojeras y libritas de más, llegan a una irrebatible conclusión: mientras la Revolución les dio salud y educación, lo único que ahora les da el capitalismo es tensiones y colesterol.
Siempre les será difícil explicar por qué abandonaron la educación socialista por la insalubre explotación capitalista, pero tampoco todo tiene que ser racionalizado, porque de lo contrario la vida perdería su encanto. Uno de los puntos fuertes de estos medios básicos es la creación de imágenes sobre el capitalismo o el exilio, o sobre ambas a la vez, como en esa frase que hemos oído tantas veces: "Miami es La Habana con Coca Cola".
Sin considerar la imprecisión urbanística (más apropiado sería decir que Miami es el barrio de Fontanar gigante y con carros de este siglo), frases así pueden inducir a conclusiones erróneas. Una de ellas es pensar que la gente no se va de Cuba ni siquiera por hambre, sino por sed; sed de Coca Cola, para ser más exacto. La otra es que el gobierno americano pensaría que para resolver el problema que más le preocupa de Cuba —que como todos sabemos no es la democracia, sino cómo evitar una nueva ola migratoria—, la solución sería inundar La Habana con Coca Cola y así la gente no tendría que irse a Miami a quitarse la sed.
Si hablo de estos medios básicos, no es porque me preocupen en el presente. Están felices con sus chapillas y, encima, suelen ser bastante inofensivos. Me preocupa su futuro, cuando sus actuales propietarios desaparezcan y ellos pasen a la condición de productos ociosos. Lo único que se me ocurre recomendarles para entonces es que vendan sus chapillas. Siempre aparecerá algún taiwanés nostálgico que quiera comprárselas.
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